Miro un árbol cuando paso por una calle, transitada de humos (del de mi boca a veces), transitada de pies asesinos. Miro el árbol. No es uno. Es el árbol; el que queda dentro de ese ajetreo centelleante y grisáceo. Mis pies también llevan cuchillos en la punta del zapato y en las suelas, veneno imperial de la historia entera. Camino y camino por el asfalto, al que ya nada le preocupan nuestros pies, ya que si se desgasta volverán otras decisiones humanas para poner otra capa de sangre negra, que es parecida a la que tengo en los pulmones. Mientras, el resquicio del árbol que sigo viendo me acuchilla la conciencia. Sé que puedo echarle un cable de oxígeno para que sus ramas no se pudran más. Un cable de oxígeno que no se mantenga tan solo y encerrado en la cárcel de un parque de Madrid. ¿Cómo? Es como intentar jugar a la comba en una habitación de no más de medio metro de altura.
Sigo caminando y veo a Eva. Eva me pide un beso con la mirada justo después de que yo se lo pida con la mía. Eva saborea mi boca cenicienta y me pregunta que por qué no dejo de fumar y en lugar de eso, me como una manzana.
Sigo caminando y veo a Eva. Eva me pide un beso con la mirada justo después de que yo se lo pida con la mía. Eva saborea mi boca cenicienta y me pregunta que por qué no dejo de fumar y en lugar de eso, me como una manzana.
1 comentario:
una manzana de aquel árbol: el círculo de la transmisión de conocimiento
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